Observatorio

Economía de la longevidad

Una población sénior implica riesgos, pero las empresas, apoyadas en la economía de la longevidad, tienen tiempo de anticipar ese escenario.

Juan Pablo Zurdo
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Qué fenómeno demográfico tendrá un mayor impacto en el siglo XXI, ¿el crecimiento descontrolado o el envejecimiento? Según las previsiones de la ONU recogidas por el FMI, a mitad de siglo casi noventa países perderán población, más del doble que en 2022. Para entonces, el porcentaje de octogenarios se habrá cuadruplicado respecto al comienzo del milenio. En España, ya desde el 2000 hay más personas sénior que jóvenes y en 2030 los mayores de 65 serán el 30% frente al 20% actual, destaca el INE. 

La caída de la natalidad combinada con una mayor esperanza de vida será la macrotendencia que afectará potencialmente a todas las empresas por su impacto socioeconómico transversal y prolongado a décadas vista. Son tan influyentes sus consecuencias que una especialidad, la economía del envejecimiento, o de la longevidad, estudia las posibles medidas para reducir los efectos negativos o incluso transformarlos en oportunidades. La lista de esos efectos, a menudo interconectados, incluye una mayor carga fiscal para que la población activa sostenga a una jubilada más numerosa; la pérdida de capacidad productiva, de productividad y por tanto de crecimiento del PIB; o el aparejado aumento del gasto en asistencia social, que puede resultar insuficiente para una economía mermada en generación de recursos.

En la balanza positiva, una tendencia tan a largo plazo deja margen a la planificación gradual de medidas compensatorias. Algunos expertos apuntan que se trata de una evolución moderable (incentivos a la natalidad, inmigración…) pero difícilmente reversible. Y otros niegan la relación causal entre envejecimiento y declive económico: argumentan que esa tendencia caracteriza a algunas de las economías más industrializadas, desde Japón y Corea del Sur a Alemania, y las proyecciones alarmistas no cuentan con la innovación tecnológica para compensar al menos en parte el déficit laboral. La clave será entonces cómo gestionar un envejecimiento más acusado por la jubilación de la generación babyboom. 

¿Qué riesgos enfrentan las empresas? Desde luego, una escasez de mano de obra cualificada que ya se padece hoy, y también un déficit de competencias tecnológicas más propias de jóvenes nativos o ninjas, lo que implicaría pérdida de competitividad. De aquí se derivan la necesidad de formación continua, la reasignación de puestos y tareas, o un posible repunte de la conflictividad si la presión tributaria sobre empresas y trabajadores les resta poder adquisitivo. Serán más numerosos los clientes sénior con sus propios patrones de consumo y demanda de productos y servicios adaptados, entre ellos los financieros y aseguradores.

Ciertos países ya optan por retrasar la edad de jubilación o reformar los sistemas de pensiones, políticas que tenderán a complementarse con otras como compaginar jubilación con diferentes grados de actividad. También se debate la tributación de las máquinas como si de trabajadores humanos se tratase.

Pero cualquier estrategia debería enmarcarse en un cambio cultural más profundo que atañe a gobiernos, instituciones y empresas: revertir el prejuicio que atribuye a los empleados senior desmotivación o una brecha tecnológica insalvable. Contra esa imagen se argumenta que el estrés no distingue entre generaciones y el reciclaje continuo en habilidades digitales será imperativo para todas ellas.

Si los sénior mejoran esas capacidades técnicas, por ejemplo en herramientas IA para mejorar la productividad, y las combinan con sus habilidades blandas, cada vez más valoradas por los empleadores, podrían desarrollar perfiles especialmente completos. Entre esas destrezas suelen contarse la experiencia traducida en conocimiento, contactos y pensamiento estratégico, estabilidad emocional o capacidad de gestionar éxitos y sobre todo dificultades —son padres o abuelos— como reconducir el desencuentro con un cliente.

Además de no verse tan limitadas por la escasez de empleados cualificados, las empresas podrían beneficiarse de la diversidad intergeneracional con edades que se enriquecen mutuamente, incluida una relación más natural con la tecnología. Convendría atraer y retener talento sénior mediante planes específicos de formación, promoción, conciliación y flexibilidad adaptados a sus circunstancias personales, implantar procesos de automatización en tareas físicas o rutinarias, además del reconocimiento a su aportación desde la cultura corporativa. 

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